Masacre de Pergamino: una noticia que no es novedad, una lucha que no cesa.

Los diarios titularon “Siete presos murieron durante un incendio en Pergamino”. Ninguno usó la palabra “personas” para referirse a los muertos, dejando así la puerta abierta a comentarios de lectores atravesados por el discurso de la “inseguridad”, que postearon barbaridades como “me alegro, siete lacras menos”.

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Aunque no se han difundido con exactitud las edades de las víctimas, sabemos que promediaban los 25 a 30 años. Eran siete muchachos encerrados por delitos menores, todos excarcelables. El más comprometido estaba acusado por tentativa de robo, los demás no pasaban de lesiones culposas, encubrimiento o quebrantamiento de arresto domiciliario. Ninguno estaba siquiera cerca de ser condenado. Uno de ellos iba a ser liberado al día siguiente y otro tenía concedida una morigeración con domiciliaria. Sus familiares cuentan que desde temprano empezaron a recibir mensajes pidiendo ayuda, avisando que algo iba a pasar en la comisaría. “No se murieron, los mataron” denuncian con razón.

Cualquier similitud con las grandes masacres en cárceles, como la de Magdalena, con 33 muertos menores de 30 años y ninguno condenado, no es simple coincidencia. Cárceles y comisarías son dos de los más eficaces engranajes del aparato represivo a la hora de exterminar indeseables para el sistema. Tiene, sobre el gatillo fácil, la ventaja de ahorrar el costo de la bala. Estar preso es la segunda causa de muerte a manos del estado. Las muertes en cárceles y comisarías representan el 39% del total de personas asesinadas por el aparato represivo estatal, porcentaje sólo superado por el gatillo fácil contra los pibes y pibas de los barrios (46%).

En Pergamino, ayer, había 19 detenidos en las celdas con lugar para menos de la mitad. Quedaron 12 vivos. En octubre de 2003, en la misma comisaría, había 20. Entre el 4 y el 7 de ese mes, murieron cuatro: dos quemados, uno ahorcado y otro por ingestión de vidrio molido.

El 8 de enero de 2006, Guillermo Defeis, de 23 años, fue detenido por un incidente con un familiar en la calle. Apenas un rato después, “fue encontrado muerto en un pasillo”, según la peculiar redacción, sin señal de sujeto activo, del parte policial, aceptado a libro cerrado por jueces y fiscales, y reproducido por la prensa del sistema.

Así como silencian quién mata, despersonalizan y deshumanizan a la víctima. No es un chico, un hombre, un joven, una piba, una mujer, es apenas si un “preso”, un caco, un malviviente, un marginal, un delincuente. Disponible. Nada para lamentar demasiado. Uno (o siete) menos para mantener, dicen después los comentarios de la “gente bien”.

Sergio Filiberto, Federico Perrotta, Alan Córdoba, Franco Pizarro, Jon Mario Claros, Juan Carlos Cabrera y Fernando Emanuel Latorre eran siete vidas jóvenes que la represión estatal sumó a la lista que ya tiene 5.019 nombres de asesinados y asesinadas desde diciembre de 1983. Siete que suman 55 desde diciembre pasado.

Ahora dicen que “investigarán hasta las últimas consecuencias”, y que desafectaron al jefe de servicio y al imaginaria de calabozos. Lo mismo dijeron al día siguiente de cada masacre en una cárcel (Magdalena, Coronda, Santiago del Estero, etc.) o en una comisaría (Lomas del Mirador, Carapachay, Quilmes, Canning). En ninguno de esos casos hay un solo detenido. La impunidad es la otra cara de la represión.

Más que nunca, en esta etapa de nuestra historia en la que se devalúa a diario la vida del pueblo pobre y trabajador, estamos obligados a profundizar el camino de la unidad, la organización y la lucha contra todas las formas que asume la represión.

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