Después de casi cuatro años de un proceso judicial amañado, que nunca ocultó el objetivo de aleccionar a quienes se atreven a defender sus derechos, el Tribunal Oral Federal 3 condenó a los compañeros César Arakaki y Daniel Ruiz por su participación en la multitudinaria jornada de protesta contra la infame reforma previsional promovida por el gobierno de Mauricio Macri.
La movilización del 18 de diciembre de 2017 fue la más masiva de las muchas que hubo esa semana, protagonizadas por amplios sectores populares, en repudio a la presencia de la Organización Mundial del Comercio, en reclamo de alimentos para los comedores de las organizaciones sociales y contra la reforma previsional. La represión descargada por los gobiernos nacionales y de la Ciudad, con operativos multifuerza de los que participaron la Policía de la Ciudad, la Federal, Gendarmería Prefectura y hasta la Policía de Seguridad Aeroportuaria, costaron más de 200 personas detenidas, acusadas por gravísimos delitos federales y centenares de heridxs y lesionadxs por las balas de las escopetas antitumulto y los gases lacrimógenos.
En la abrumadora mayoría de las causas iniciadas esa semana, como sucedió también con otras movilizaciones criminalizadas de la época –por ejemplo, al mes de la desaparición forzada de Santiago Maldonado- ningún juez ni fiscal pudo sostener mucho tiempo las acusaciones y debieron archivarlas. Pero había que usar a alguien para aleccionar al conjunto del pueblo trabajador, y ese rol recayó en los compañeros César Arakaki, Daniel Ruiz y Sebastián Romero.
La sentencia de la que hoy sólo conocimos el veredicto condena a ambos compañeros por los delitos de intimidación pública y atentado contra la autoridad agravado por mano armada e intervención de más de tres personas, y suma, en el caso de César, lesiones en agresión.
Aunque no conoceremos los argumentos del tribunal hasta el próximo mes de febrero (necesitan tiempo para ver cómo lo dibujan), no precisamos leerlos para saber que, como se probó en el juicio, y como lo vivimos quienes estuvimos ese día en las calles, si alguien cometió un atentado en esa jornada fue el aparato represivo estatal, que cargó contra la multitud que sólo reclamaba que no empeoraran aún más sus condiciones de vida presentes y futuras.
Recordemos que los disparos de las escopetas fueron dirigidos a propósito al rostro de los varones y el pecho de las mujeres; cinco personas perdieron total o parcialmente la vista el día 18 y decenas de trabajadorxs de prensa, y muchas personas que filmaban o fotografiaban, fueron blanco preferencial de la represión, que buscaba también evitar el registro de sus crímenes. Vimos y denunciamos cómo las fuerzas de seguridad echaron gas pimienta en los ojos a un jubilado, y cómo deliberadamente arrollaron con un motovehículo a otro. Pero los condenados, son los compañeros.
La condena por lesiones contra César es un verdadero dislate. El policía que lo acusaba de haberle causado una herida en el cráneo, confrontado con clarísimas imágenes de video que muestran al compañero muy lejos de él en el momento que una piedra que proviene de otro sector le golpea y rompe el casco y lo tira al piso, debió admitir en el debate que fue ese golpe, y no otro, el que lo lastimó. Por eso desistió inmediatamente de su querella. Las lesiones por las que se condena al compañero no tienen víctima.
Dejamos para el final lo más grave, la condena por intimidación pública. Como dijimos cada vez que nos enfrentamos a esta grave imputación, es una figura típicamente utilizada para la criminalización de la protesta y el conflicto social, que el código define como la conducta que quien “hace señales, da voces de alarma, amenaza con la comisión de un delito de peligro común, o emplea otros medios idóneos” con el objetivo de “infundir un temor público o suscitar tumultos o desórdenes”. Si alguien infundió temor público el 18 de diciembre, si alguien suscitó tumultos o desórdenes, fueron los uniformados. Es imposible pretender, en una movilización que se nutrió de decenas de miles de personas, muchas organizadas bajo las banderas de su pertenencia, pero a la que muchísimas otras concurrieron porque había que frenar esa reforma y las que vendrían después, como la laboral, que una o dos personas tuvieran el “poder” de intimidar a conjunto, que, si a algo le tenía miedo, era a la sanción de una ley contraria a los intereses populares.
No es menor señalar que, aunque a lo largo de las décadas, desde 1983, hemos enfrentado esta acusación una y otra vez, porque para eso existe el tipo penal en el código, nunca hasta hoy se había concretado una condena a militantes populares por el delito de intimidación pública. Por eso decimos que esta sentencia, de resultar confirmada en las instancias posteriores, será un gravísimo antecedente que servirá para profundizar la criminalización de quienes se organizan y luchan para defender un derecho o protestar contra una injusticia.
En el mismo día en que el Ministro de Seguridad de la Nación, Aníbal Fernández, celebra en sus redes la detención del compañero Facundo Molares Schonfeld a pedido del narco-estado colombiano, cuando hace apenas meses pudo ser rescatado de Bolivia, donde había sido reprimido y apresado, en grave estado de salud, durante las protestas contra la dictadura de Añez, esta sentencia es un golpe frontal a todos nuestros derechos. No son sólo César y Daniel, es todo el pueblo trabajador quien ha sido condenado.
Los queremos libres y absueltos, y con ese objetivo seguiremos luchando.