Lectura: 7 min.

El 24 de octubre de 2017, el policía federal Néstor Gabriel Anríquez disparó cuatro veces contra Leandro Duarte (18). Dos de las balas lo impactaron de espaldas. Pocas horas después, Leandro había muerto. Este quinto aniversario llega pocos días después de una sentencia que condenó al policía, pero también muestra las limitaciones judiciales a la hora de castigar la represión estatal. 

Era poco después del mediodía. Leandro estaba en Lanús, en la casa de un amigo con el que compartía el equipo de fútbol desde la escuela primaria. Los dos estaban, con un tercer muchacho, en el patio del PH del fondo de la calle Juncal 67. De pronto, oyeron un estruendo y muchos gritos. Alguien había entrado a la casa por la fuerza. Asustados, aprovecharon una escalera que se apoyaba en la medianera y subieron al techo. Leandro, el más flaco y ágil de los tres, saltó al patio del departamento vecino. En apenas unos instantes, se oyeron cuatro disparos. Los tres policías de la Ciudad que habían irrumpido para allanar el departamento y detener al amigo de Leandro declararon que no había pasado ni un minuto o minuto y medio desde que tumbaron la puerta de acceso y oyeron los tiros. Cuando salieron al patio, vieron sobre el techo a los dos muchachos, que bajaron sin resistirse. El primer policía porteño que subió a la medianera, vio en el patio vecino a Leandro, herido de muerte, y un hombre armado a su lado. “Tranquilo, soy poli”, dijo Néstor Gabriel Anríquez. Los policías de Ciudad dieron aviso a los de provincia y llamaron a la ambulancia. Leandro murió en el Hospital Evita a pesar del esfuerzo médico. Una de las balas había atravesado limpiamente su cuerpo de atrás hacia adelante, con lesiones irreversibles en varios órganos.

El sumario se inició caratulado “violación de domicilio”, con el policía federal como víctima, y el adolescente como imputado. Recién cuando la autopsia demostró sin dudas que cuando recibió los disparos Leandro estaba de espaldas, y los policías de Ciudad corroboraron que no tenía armas de fuego ni de otro tipo, se invirtieron los roles, y Anríquez fue indagado por homicidio.

Desde esa primera citación, hasta el juicio que acaba de terminar, el federal no afrontó el dilema de cualquier persona acusada por un delito, que debe optar entre confiarse a la defensoría oficial o pagar de su bolsillo una particular. Se presentaron de inmediato los profesionales de la Dirección de Asuntos Jurídicos – División Asuntos Penales del Ministerio de Seguridad de la Nación. De acuerdo a su propia normativa, ese cuerpo de profesionales sólo puede intervenir cuando se trata de “actos de servicio”. Antes de su designación, las autoridades del ministerio deben dictar un acto administrativo que diga que el caso amerita la defensa orgánica e institucional, lo que sucede “cuando se trate de causas exclusivamente iniciadas a consecuencia del ejercicio de la labor policial”. Es decir, ya desde el inicio, para el Poder Ejecutivo Nacional, el agente Anríquez mató a Leandro en un acto de servicio, en ejercicio de la labor policial.

Desde esa posición de desventaja inicial, llegamos dos años después a la reconstrucción del hecho. Allí el policía reiteró el relato que también repetiría, con alguna variante en el debate oral. Dijo que estaba en el primer piso de su casa cuando escuchó gritos de “Alto Policía” y vio por la ventana una sombra en el patio. Tomó su arma reglamentaria, bajó la escalera y salió al patio. Según repitió una y otra vez, temió que esta persona ingresara al departamento, aunque no pudo explicar cómo lo podría haber hecho, con rejas en las ventanas y una puerta cerrada con llave. “Cuando salí se me abalanzó para quitarme el arma, forcejeamos, se me escaparon dos disparos, caí al piso al empujarlo, se me volvió a abalanzar con una fuerza increíble, tuve que volver a disparar para defenderme”, aseguró. 

La reconstrucción demostró que era imposible que eso hubiera sucedido, ni había señales de lucha en el cuerpo de Leandro ni tenía explicación que los dos disparos que lo impactaron ingresaran por atrás. Sin embargo, a la hora de ponerle nombre al delito, el fiscal de instrucción y el juez de garantías coincidieron en decir que fue un homicidio “con exceso en la legítima defensa”. En una palabra, aceptaron la tesis de una inicial necesidad de defensa, aunque después “se le fue la mano”. Así, llegamos hace poco más de un mes al juicio con una calificación que impedía superar el techo de los cinco años de prisión, porque el “exceso en la legítima defensa” tiene la misma pena que el homicidio culposo, el que se comete sin intención, por negligencia o impericia, como un accidente de tránsito.

En el debate quedó más que confirmado cómo fueron las cosas. La fiscal Viviana Giorgi señaló que el policía había escuchado las voces de sus colegas de Ciudad en la casa de al lado, no tenía necesidad alguna de salir de su casa, donde estaba a salvo, con rejas en las ventanas y puerta trabada con llave, y mucho menos podía usar su arma reglamentaria reiteradas veces y por la espalda contra un adolescente desarmado, al que superaba largamente en edad y contextura física, pero, forzada por ese límite impuesto en la instancia anterior, pidió cuatro años y medio de prisión.

A nuestro turno, al alegar en representación de nuestra compañera Blanca, mamá de Leandro, pedimos la pena máxima posible, de cinco años, con el expreso requerimiento de su cumplimiento efectivo inmediato. Solicitamos también que se notificara la condena al Ministerio de Seguridad de la Nación, que fue tan rápido para brindar asistencia técnica gratuita al policía federal, pero nunca lo sumarió ni pasó a disponibilidad o a tareas pasivas. Al contrario, en diciembre de 2019, con la causa ya elevada a juicio, lo ascendieron de agente a cabo, grado que hoy sigue ostentando.

El juez Manuel Barreiro tuvo por probada la mecánica del hecho tal y como lo describimos, cuestionó la insuficiente e incompleta instrucción, sobre la que, dijo, “huelgan los comentarios” y dictó sentencia condenando al policía Anríquez a la pena de cuatro años de prisión efectiva y ocho de inhabilitación por homicidio agravado cometido con exceso en la legítima defensa. Si bien cumplió el reclamo de poner la sentencia en conocimiento del Ministerio de Seguridad de la Nación, mantuvo la situación de libertad que viene gozando Anríquez, hasta que la condena quede firme.

Este juicio, casi coincidente con este quinto aniversario del crimen, nos deja así varias lecciones evidentes. En primerísimo lugar, el valor indiscutible de la decisión de Blanca Duarte y toda su familia de no bajar los brazos y agotar todas las instancias de lucha para denunciar el homicidio y exigir justicia. Sin su fuerza y su empuje, nunca hubiéramos llegado al juicio. En segundo pero no menos importante lugar, en el caso quedaron expuestas las razones que fundamentan dos de los principales reclamos de nuestra Agenda Antirrepresiva urgente: la prohibición del uso del arma reglamentaria fuera de servicio y la prohibición de la defensa técnica institucional por hechos represivos.

Y como dijo Blanca, rodeada por su familia y sus compañerxs, después de la condena, la lucha sigue, por Leandro y por todxs.


Comments

comments