El caso Bulacio
El 19 de abril de 1991 tocaban Los Redonditos de Ricota en el Estadio Obras. Antes y durante el recital, 73 personas fueron detenidas por la policía federal en las cercanías, en el marco de una razzia que combinaba, en un combo explosivo, el servicio de policía adicional contratado por la organización del recital y la oportunidad para la comisaría 35ª del barrio de Núñez de “tumbar” un par de bares cuyos propietarios eran renuentes a pagar la cuota mensual de “protección” policial, todo en el marco del ejercicio a pleno de las facultades policiales para detener personas arbitrariamente.
Como se probó más allá de toda duda en la causa penal, ninguna de esas personas fue acusada por un delito. En el caso de los mayores de edad, la “causa” de la detención fue registrada como “para identificar” (o sea, averiguación de antecedentes) o como “contravención” (en esa época, si código contravencional, en función de los famosos edictos policiales). La detención de chicas y chicos menores de edad fue justificada por su presencia en la calle de noche, y el procedimiento aplicado fue el del “Memo 40”, una disposición policial interna que convertía en juez al comisario y permitía decidir qué hacer con ellxs en franca colisión con las normas entonces vigentes, que imponían la consulta al Juez de Menores.
La cosa no hubiera pasado de una breve nota en la sección policiales de algún diario con el título “Incidentes en un recital de rock” si una de las personas detenidas no hubiera sido Walter Bulacio, el pibe de Aldo Bonzi de 17 años que salió de la comisaría, rumbo al hospital Pirovano, medio día después, con un grave cuadro neurológico de origen traumático, y murió, después de una semana en coma, en el Sanatorio Mitre.
La detención, tortura y muerte de Walter puso sobre la mesa el tema de las detenciones arbitrarias y la tortura, al calor de manifestaciones juveniles multitudinarias que sacudieron el escenario de desmovilización de la época. Nació un grito colectivo: “Yo sabía que a Walter lo mató la policía” que perdura hoy, tres décadas después, en las marchas antirrepresivas, pero también –y sobre todo- en los barrios, las canchas y los recitales, en la garganta de jóvenes que no habían nacido entonces, pero hoy levantan la misma bandera porque siguen siendo víctimas de la misma violencia estatal.
A pesar de eso, a pesar de que la causa generó una condena de la Corte Interamericana de DDHH que ordenó al estado argentino derogar todo el sistema de detenciones arbitrarias, a pesar del tardío e incompleto juicio oral al comisario Miguel Ángel Espósito que recién llegó en 2013, a pesar de su ridícula condena, a pesar de que no hay juez, fiscal o cámara que de vez en cuando no cite el Caso Bulacio y que se estudie en las facultades, lo cierto es que hoy, en 2021, no sólo estamos igual en materia de detenciones arbitrarias en Argentina. Estamos peor, como lo demostró, en enero de 2016, un fallo del Tribunal Superior de la Ciudad de Buenos Aires que avaló con renovada legitimidad la facultad policial de detener personas para identificar, paralelo a muchos similares en otras jurisdicciones.
El sistema de detenciones arbitrarias (DDAA)
En Argentina existen, desde siempre, normas, y prácticas no normadas, que habilitan la detención de personas que no están acusadas de cometer un delito ni son requeridas por un juez, como la facultad para detener personas para “averiguar antecedentes” o “para identificar”, las “faltas” o “contravenciones”, las “razzias”, las detenciones de menores de edad.
Las policías -y desde que participan del patrullaje urbano, también la prefectura y la gendarmería- pueden detener a cualquiera, por lapsos que varían de 10 a 24 horas, según la jurisdicción, con la detención para “averiguar antecedentes” o “identificar”. En todas las provincias y en CABA rigen los llamados “códigos de faltas” o “códigos contravencionales”, que castigan como si fueran delito conductas que no lo son.
El sistema se completa con las “razzias” (detenciones masivas), habituales en los barrios más vulnerables y en lugares de gran concentración de personas, como partidos de fútbol y recitales de música popular, y las distintas modalidades de detenciones de personas de menos de 18 años por el solo hecho de serlo y estar en la calle.
Cuando un juez o un fiscal quieren ordenar la detención de alguien, deben tomarse el trabajo de fundamentar por escrito, al menos con cierta apariencia, las razones y pruebas en que se basan. Un policía, en cambio, no necesita otro argumento que su propia decisión. Una vez en la comisaría, él y sus superiores adecuarán la detención a lo que mejor cuadre según la situación. Para eso tienen a su disposición ese largo menú de opciones, desde la averiguación de antecedentes o las faltas y contravenciones hasta la imputación de algún delito como “atentado y resistencia a la autoridad” si el preso está muy golpeado. Pocos jueces cuestionarán la afirmación policial de que “fue necesario aplicar la fuerza mínima imprescindible para vencer la agresividad del caco”, con lo que cortes y hematomas se convierten en simple secuela de la contumacia del insurrecto, y nunca son suficiente evidencia de torturas.
El sistema de detenciones arbitrarias produce decenas de miles de privaciones de libertad sin causa por año y por distrito. Más de la mitad de las personas que pasan por un calabozo policial son víctimas de alguna de estas herramientas para el control social. Dicho de otro modo, más de la mitad de los detenidos que hay en cualquier comisaría, no está allí por una acusación penal.
Estas detenciones se vinculan de manera directa con las prácticas de recaudación, como pueden atestiguarlo las personas que sobreviven con tareas precarias en la vía pública: venta ambulante de mercadería o artesanías, cuidado o limpieza de automóviles, arte callejero, puestos móviles de alimentos o golosinas, ejercicio de la prostitución, etc. Todas esas personas saben que tienen dos opciones: pagar puntualmente la “cuota” a la comisaría, o ser hostigada sistemáticamente con las detenciones, en las que, además de perder un día de trabajo (y la mercadería, en su caso), nunca falta alguna trompada –en el mejor de los casos- que les recuerde que mejor que denunciar es arreglar.
También hay esquemas más elaborados, como cuando la brigada “levanta” alguien bien vulnerable, por ejemplo con algún pasado de “conflicto con la ley”, y, siempre después de un par de golpes que funcionan como “incentivo”, le ordena que vuelva con una suma de dinero variable, bajo amenaza de armarle una causa. Le pasó a Desiderio Meza, que tuvo el buen tino de avisar a CORREPI, lo que permitió la detención de los policías de la comisaría 30ª con las manos en la masa, pero también a Jorge “Chaco” González, que murió 14 días después por la hemorragia interna causada por las patadas en la comisaría 5ª de Fiorito. O aprovechan estas facultades de llevarse alguien a la comisaría para “ablandarlo” y que se haga cargo de algún delito que los policías no tienen ganas de investigar. Así murió Sergio Durán, a los 17 años, en la comisaría 1ª de Morón, y desapareció Andrés Núñez en La Plata, en 1990.
Porque el sistema de detenciones arbitrarias, además de ser la puerta de entrada a la tortura, nos cuesta vidas. Más de la mitad de las personas muertas en comisarías, desde 1983 a hoy, estaban detenidos por una contravención o “para identificar”. No estaban aprehendidas o detenidas por orden judicial o delito flagrante. Eran, según el eufemismo policial/judicial, personas “demoradas” o “contraventores”.
Por eso, cuando denunciamos la práctica sistemática de las detenciones arbitrarias no estamos simplemente defendiendo el derecho a caminar tranquilo por la calle. Es, sobre todo, la defensa de nuestra vida y de la de nuestrxs pibxs, que nos convoca a organizarnos cada vez más.
Una condena internacional incumplida
El 18 de septiembre de 2003, la Corte Interamericana de DDHH (Corte IDH) dicto sentencia en el Caso Bulacio v. Argentina. El trámite internacional había comenzado varios años antes, cuando la causa interna estaba paralizada, era inminente que se decretara la prescripción de la acción penal y se había excluido a la querella como parte legitimada.
Para finales de 2001 La Comisión Interamericana de DDHH (CIDH) había producido su informe de fondo. Allí concluyó que fueron violados los derechos a la vida, integridad física y libertad de Walter, y al acceso a la justicia de sus familiares, y dio recomendaciones al estado argentino para su reparación. La falta de respuesta del gobierno nacional motivó que la causa pasara a la instancia de la Corte IDH. A principios de 2002 presentamos la demanda en nombre de la familia, con el acompañamiento de la CIDH. Para entonces, había despegado el helicóptero en el que De La Rúa huyó de la Casa Rosada, y la Asamblea Legislativa había designado presidente a Eduardo Duhalde.
El gobierno de transición de Duhalde necesitaba cerrar frentes de conflictos y recuperar la legitimidad institucional devastada con la rebelión popular de diciembre de 2001. En el curso del mes de febrero de 2003, se reabrió el diálogo entre el gobierno nacional y la CIDH para intentar un acuerdo que evitara el juicio ante la Corte IDH. La posición de CORREPI fue la misma que planteamos en el período destinado a buscar una “solución amistosa”. No aceptaríamos acuerdo alguno que no incluyera la inmediata y total derogación de todo el sistema de detenciones arbitrarias en el país.
Después de mucho cabildeo, el gobierno nos informó, a través del ministro de Justicia, Seguridad y DDHH Juan José Álvarez, en presencia del Procurador General del Tesoro Oscar Fappiano y otros funcionarios, que el presidente había firmado un decreto en el que reconocía “la responsabilidad por la violación a los derechos humanos de Walter David Bulacio y su familia en base a la demanda… Walter David Bulacio fue víctima de una detención ilegítima y de la violación a sus derechos”.
CORREPI, en representación de la familia, exigió que se realizara igualmente el juicio, en el que la Corte IDH debería pronunciarse “sobre las cuestiones de derecho discutidas en el caso, en lo correspondiente a la aplicación del Artículo 7 de la Convención Americana, en el marco de lo establecido por la Honorable Corte en la Opinión Consultiva 17, es decir, las detenciones arbitrarias y específicamente respecto de personas menores de edad.
Así llegamos al juicio que se celebró en Costa Rica, sede de la Corte IDH, el 6 de marzo de 2003. La noche previa hubo un intento del gobierno nacional de desconocer los hechos admitidos en el decreto, que la Corte rechazó. Por eso el debate se centró en la discusión sobre el sistema de detenciones arbitrarias en Argentina, pues los hechos en torno a la detención, tortura y muerte de Walter estaban fuera de discusión.
El 18 de septiembre de 2003, la Corte IDH dictó sentencia. En el particular lenguaje de estilo de los tribunales internacionales, los jueces ubicaron correctamente la médula del caso Bulacio, cuando dijeron:
“La Corte considera probado que en la época de los hechos se llevaban a cabo en la Argentina prácticas policiales que incluían las denominadas razzias, detenciones por averiguaciones de identidad y detenciones por edictos contravencionales de policía. El Memorandum 40 facultaba a los policías para decidir si se notificaba o no al juez de menores respecto de los niños o adolescentes detenidos (supra 69.A.1). Las razzias son incompatibles con el respeto a los derechos fundamentales, entre otros, de la presunción de inocencia, de la existencia de orden judicial para detener -salvo en hipótesis de flagrancia- y de la obligación de notificar a los encargados de los menores de edad.”.
Como parte central de la condena, la Corte IDH ordenó al estado argentino que “[adopte] las medidas legislativas y de cualquier otra índole que sean necesarias para adecuar el ordenamiento jurídico interno a las normas internacionales de derechos humanos, y darles plena efectividad, de acuerdo con el artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (…)”. En otras palabras, que para estar a tono con el derecho internacional en materia de libertades individuales de las personas, se deroguen en Argentina las faltas y contravenciones, la averiguación de antecedentes, y toda otra facultad para detener personas por fuera de la flagrancia y la orden judicial.
El otro punto crucial de la condena, es que la Corte IDH consideró que el delito del que fue víctima Walter, y por extensión, todo crimen policial, es un crimen de estado, y como tal, es imprescriptible. Peligroso precedente para los casos de gatillo fácil, de tortura, de detenciones ilegales, que los tribunales argentinos se resisten a obeceder.
La Corte Suprema argentina tardó un año y tres meses en digerir el fallo internacional y encontrar la forma de resolver el dilema. Finalmente, en la víspera de Navidad de 2004, los cortesanos se encargaron de aclarar que no compartían el criterio de jueces interamericanos, aunque debieron reconocer que la resolución era de cumplimiento obligatorio. El fallo, del 23 de diciembre de 2004, impregnado de retórica progresista y garantista, es una brillante actualización de aquello que decían los funcionarios virreinales americanos cuando llegaban incómodas órdenes de la metrópoli: se acata, pero no se cumple.
Frente a la violación a los derechos de Walter y su familia, y a la comprobación, incluso dentro del estrecho margen de maniobra que ofrece el tribunal internacional, de la práctica policial de las detenciones arbitrarias y de la práctica judicial de la eterna dilación cuando los acusados son funcionarios públicos, la corte argentina eligió defender el derecho al debido proceso del comisario, argumentando que la condena internacional vulneraba su defensa en juicio, pues Espósito no había sido parte del proceso regional. Dejando a salvo su opinión en contra, la corte declaró que la acción penal no estaba prescripta por exclusiva imposición de la obligatoriedad de los fallos de la Corte IDH, y no se pronunció sobre los restantes aspectos de la condena internacional. No repuso a la familia como querellante, no ordenó la revisión de las normas y prácticas que habilitan detenciones arbitrarias, y no reconoció el carácter de crimen de estado del delito policial.
Tres años después, la Corte Suprema cauterizó esa herida abierta en su lógica en la causa que juzgaba al policía René Jesús Derecho, acusado de haber torturado en 1988, en una comisaría de la PFA, a un ciudadano uruguayo. En esos años Derecho había llegado a ser parte de la cúpula de la PFA, y uno de los que dirigió la represión en Plaza de Mayo el 20/12/2001. La causa por las torturas llegó a la Corte para resolver si la acción estaba o no prescripta. El procurador Righi dijo: “Los delitos de los que habría sido víctima Bueno Alves no se corresponden con el propósito internacional tenido en vista al momento de estatuir crímenes de lesa humanidad. Aun cuando el hecho de la tortura particular se encontrara demostrado, es evidente que en la República Argentina, durante el año 1988, no existía un Estado o una organización dependiente del Estado que evidenciara la característica básica de haberse convertido en una maquinaria perversa de persecución sistemática y organizada de un grupo de ciudadanos, desviándose en su fin principal de promover el bien común y la convivencia pacífica de la sociedad”. Así, la Corte fijó como doctrina nacional que “un caso aislado”, como Bulacio, como Bueno Alves, como los miles y miles de torturados, asesinados y encarcelados arbitrariamente por aplicación de las políticas represivas estatales, no responden a la obvia existencia de una política de estado, a la vez que decretó que la tortura no es tortura si sucede en democracia.
No debería ser necesario aclarar que, a casi 18 años de esa sentencia, y a pesar de las reiteradas intimaciones cursadas por la Corte IDH en el marco del proceso de supervisión del cumplimiento de la sentencia, los sucesivos gobiernos argentinos nada han hecho al respecto, y, como lo padecemos a diario, el sistema de detenciones arbitrarias, renovado cada tanto con alguna reforma legislativa o resolución judicial que lo fortalece y amplía, sigue vigente en nuestro país.