Gatillo fácil y tortura seguida de muerte en enero
El 21 de enero de 2012, en la madrugada del barrio de Once (CABA), varios móviles de la comisaría 8ª de la PFA iniciaron camino hacia la plaza Boedo, con la excusa de una pelea entre dos grupos de chicos del barrio. En el camino, uno de los patrulleros se desvió para perseguir a dos pibes que cruzaban la avenida Independencia. Eran Jon Camafreita (18) y su vecino Franco Rojas (14), que volvían a su casa después de estar reunidos con sus amigos a pocas cuadras.
Los policías Martín Alexis Naredo y Juan Carlos Moreira bajaron del móvil y corrieron a los chicos. Moreira agarró a Franco en una esquina, y Naredo arrinconó a Jon a media cuadra. Fue ahí que una bala atravesó la cabeza de Jon. Tras cuatro días de agonía en el Hospital Ramos Mejía, murió. El cabo Naredo argumentó que Jon le quiso sacar el arma en medio de un “fenomenal” combate cuerpo a cuerpo. Explicación inverosímil, pero que fue suficiente para que saliera en libertad con una “falta de mérito” bajo el brazo. En septiembre de 2014, logramos que Naredo fuese condenado a prisión perpetua por el Tribunal Oral Nº 23. Sin embargo, el Tribunal nunca aceptó nuestro reclamo de garantizar que no se escapara. Lo dejaron salir en el cuarto intermedio entre los alegatos y el veredicto. Cuando lo fueron a buscar a la casa, Naredo ya no estaba.
La “búsqueda” del prófugo, a cargo de gendarmería, sumó un blooper tras otro, hasta que el 6 de noviembre de 2017 Naredo se entregó, con una carta dirigida a la entonces ministra de Seguridad nacional Patricia Bullrich. Allí, el ex cabo explicó que su decisión se debía a la confianza que tenía en que “esta ministra de Seguridad y este presidente me van a defender”. Faltaba algo más de un mes para el abrazo de Macri con Chocobar, pero Naredo sabía bien con quiénes podía contar.
Hoy, a once años del asesinato, la Cámara de Casación confirmó la condena a prisión perpetua y rechazó todos los intentos del policía de cumplir la pena en su casa, con arresto domiciliario.
Al acercarse Delia Castro, mamá de Jon, y toda su familia, a CORREPI, nos contaron también la historia de Marcelo Sepúlveda, primo de Jon, asesinado por el COT de Tigre veinte días antes.
En la madrugada del 9 de enero de 2012, en Benavídez, partido de Tigre (GBA), Marcelo ingresó a un predio descampado y sin cercar perteneciente a la empresa metalúrgica Ferrosider, para escapar de una persona que lo perseguía. El lugar era custodiado por el agente de seguridad Carlos Alberto Maidana de la empresa Securitas. Maidana, al advertir la presencia de Marcelo, en lugar de auxiliarlo llamó a su supervisor y a la policía. Llegaron agentes del COT (Centro de Operaciones de Tigre) y oficiales de la comisaría 4ª de Benavídez, que lo golpearon y subieron inconsciente a un patrullero. Marcelo murió en la caja de la camioneta policial durante el trayecto.
A diferencia del caso de Jon, no logramos siquiera llegar a juicio contra los asesinos de Marcelo.
En el mes de enero, también recordamos a Diego Gallardo y Jorge “Chacho” González, casos testigo en la provincia de Buenos Aires de la tortura seguida de muerte.
El 10 de enero de 2005, en la comisaría 3ª de Dock Sud, el inspector Marcelo Adrián Fiodormo, el sargento ayudante Julio Alberto Silva, el subcomisario Rubén Alfredo Gómez y el oficial subinspector Hernán Javier Gnopko torturaron a ocho presos, acusándolos de querer construir un boquete en la celda donde se encontraban detenidos. Los tormentos fueron desde dejarlos siete horas al rayo del sol, hasta hacerlos bajar al calabozo de a uno, desnudos, con la excusa de que era una requisa previa al traslado. Allí, los apalearon con tonfas y bastones largos de madera. Diego Gallardo agonizó durante 15 horas y murió en la comisaría 1ª de Avellaneda.
Pilarcita y Josefina, mamá y hermana de Diego, se acercaron a CORREPI casi de inmediato. El médico forense que hizo la autopsia explicó que dejó de contar las lesiones al llegar al número 57. “Nunca vi un cuerpo tan apaleado”, dijo el experimentado Dr. Romero en el juicio oral, al que llegamos en apenas dos años, gracias al testimonio valiente de los sobrevivientes, que identificaron a los cuatro torturadores.
En 2007, el Tribunal N° 1 de Lomas de Zamora, si bien los condenó a prisión perpetua, no calificó el delito como tortura seguida de muerte, sino como homicidio calificado en concurso con apremios ilegales, la eterna figura menor para evitar decir “tortura”. El oficial Fiordomo, el sargento Silva y el subcomisario Gómez obtuvieron el beneficio de la libertad condicional en 2018. El oficial Gnopko, que inexplicablemente siguió excarcelado después de la sentencia, recién fue detenido en ese mismo año, cuando su defensa agotó los recursos de casación, extraordinario y de queja.
El 14 de diciembre de 2002, “Chaco” González fue detenido en la calle por los policías Isidoro Segundo Concha y Ramón Quevedo, del servicio de calle de la comisaría 5ª de Villa Fiorito. Lo acusaron de haber robado la bicicleta en la que circulaba –que como se acreditó más adelante, era de su madre. En plena calle, lo redujeron violentamente, lo esposaron a la espalda y tiraron al piso boca abajo. Mientras Quevedo lo forzaba a levantar el torso tirando de las esposas, Concha le descargó múltiples patadas en todo el cuerpo. El tormento sólo cesó cuando se juntaron muchas personas del barrio que comenzaron a increpar a los policías, bien conocidos en la zona por su violencia y sus vínculos con bandas de narcotraficantes.
Cuando Ramona Núñez llegó a la comisaría, el subcomisario Julio Gómez le exigió que le entregara $2.000, una fortuna en la época, bajo amenaza de armarle una causa por “robo calificado”. Con ayuda de sus familiares, Ramona logró juntar la mitad de ese dinero y prometió entregar a Gómez las próximas dos crías de su perrita Yorkshire. Chaco fue liberado en pésimo estado de salud. Después de consultar en el Hospital Fiorito, fue derivado al Hospital Argerich, donde finalmente falleció por peritonitis séptica el 7 de enero de 2003.
La oportuna intervención de Ramona como querellante, acompañada por CORREPI, evitó que se archivara la causa como “muerte natural”. La autopsia demostró que la infección abdominal que lo mató se originó por el goteo de bilis a la cavidad abdominal, ya que los golpes habían fisurado la vesícula, así como por un derrame pleural, también traumático. En 2008, en el juicio oral, de nuevo vimos el esfuerzo de jueces y fiscales por ocultar la tortura como práctica estatal. Los policías fueron condenados a apenas cuatro años de prisión por homicidio preterintencional (con intención de lesionar, no de matar) en concurso con vejaciones.
Solo unos meses después de la muerte de Chaco, en septiembre de 2003, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó sentencia en el caso por la detención, tortura y muerte de Walter Bulacio. Alló ordenaron al estado argentino la derogación de todas las formas de detenciones arbitrarias, como la averiguación de antecedentes o los arrestos contravencionales, y la eliminación de otras prácticas no normadas, como las razzias. (http://www.correpi.org/2021/a-30-anos-de-la-detencion-tortura-y-muerte-de-walter-bulacio-es-urgente-basta-de-detenciones-arbitrarias-cumplan-la-sentencia-del-caso-bulacio-ya/).
Hasta el día de hoy esta sentencia sigue incumplida. La policía y las demás fuerzas de seguridad siguen teniendo facultades para detener gente “al voleo”, lo que genera casos como los de Walter, Chaco, Florencia Magalí Morales, Daiana Abregú y tantas otras muertes en comisarías.
El caso más reciente de todos los que acá recordamos es el de Nicolás García, asesinado el 31 de enero de 2022 en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires. El efectivo de la Policía Bonaerense que apretó el gatillo también hirió al acompañante de Nicolás, Nahuel Alejandro Míguez.
Nicolás solo tenía 17 años cuándo el oficial de la “maldita policía” decidió acabar su vida con dos disparos en el pecho, vestido de civil durante su franco y con su arma reglamentaria.
Es por hechos como éste que, desde CORREPI, exigimos la prohibición del uso del arma reglamentaria fuera del horario de servicio. Una medida de inmediata efectividad, que permitiría disminuir los fusilamientos de gatillo fácil, que en el 66% de los casos se cometen de civil y fuera de servicio, pero con el arma reglamentaria.
Basta de detenciones arbitrarias – Cumplimiento ya de la sentencia Bulacio
Basta de gatillo fácil – Prohibición del uso del arma reglamentaria fuera de servicio